Los desplazados huyen mientras mueren. Es fácil seguir
sus rastros. Sus rastros son largos caminos con cadáveres.
Cuando se termina de recorrer esos caminos, uno, también,
es un cadáver.
Día 1:
La sanidad es algo desconocido en el mundo de los
desplazados. Los heridos se pudren hasta que mueren. Los niños enferman
de pestes elementales de las que en otros mundos se habla como si sólo quedaran
en los libros de texto de antiguas escuelas médicas, cuando aún nadie había
dado siquiera con el láudano y ni qué decir de la penicilina. Los niños se
enferman de las pestes del comienzo del mundo y luego mueren. Las embarazadas abortan
mientras escapan de la persecución arrastrando a los hijos que les quedan. Se
ocultan en lugares con fieras y luego mueren por sepsis porque no hay ni agua
ni alimento ni cobijo. Sólo la vastedad de un mundo a través del que huir sin
un destino que quede más allá.
El camino de los desplazados ni siquiera tiene tumbas.
Uno va atravesando aldeas quemadas donde hay gente quemada
que previamente fue despedazada a filo de machete. El machete es el arma ritual
de las masacres y produce grandes charcos de sangre que se estanca y queda ahí.
Cuando la masacre termina sólo quedan las moscas y los bichos con hambre
concurren a ese festín de restos mientras el perseguidor sigue su marcha detrás
de los huyentes.
Uno aprende a entender a dónde se dirige porque va detrás
del predador, siguiendo sus cadáveres, hasta encontrarlo un día de faena en una
aldea igual a todas aquellas por las que ya corrió detrás de él, sin llegar
nunca a tiempo.
A veces es inútil perseguir al perseguidor de los
desplazados y arrastrar a los médicos en esa ruta señalizada por fuegos y
pedazos porque no queda nadie a quién curar.
Algunos desplazados se niegan a dejar el lugar donde han
nacido y se refugian en las zonas con árboles o en los altos pastizales y
permanecen ahí, como si fueran árboles o pastos, inmóviles y con la boca
apoyada en la tierra para ahogar el grito y el espanto y así se los encuentra,
casi tan muertos en su horror como sus propios muertos en sus muertes.
Los desplazados que escapan solo un trecho aparecen despacio
como si el viento de los incendios los trajera igual que a oscuros retazos de
ceniza. Y uno escucha sus gritos, sus lamentos, pero, por sobre todo, oye lo
sobrecogedor de sus silencios mientras juntan las partes de sus hijos, de sus padres,
de sus hombres y de sus mujeres.
Los médicos, a veces, no consiguen desdoblarse en el hombre que
salva y en el que presencia el horror.
Se quedan allí, como estatuas de médicos que alguien talló
en piedra curativa y abandonó a su suerte en ese coliseo catastrófico que
conforman estas zonas de guerra, porque no todas las zonas de guerra son iguales. Aquellos médicos muy jóvenes y que aún son idealistas reaccionan despacio, casi con dificultad,
hasta que logran un primer movimiento de socorro. Luego recuerdan que son médicos
y con su horror y vocación de médicos, intentan remediar lo poco remediable que
en estas aldeas queda en pie.
Nosotros levantamos el precario hospital de hule y pisamos la
sangre que sube casi hasta la capellada de las botas, como un lago fangoso en
el que se deleita un grueso mosquerío.
Levantamos ese precario hospital de hule y aprontamos las
palas porque siempre hay mucho que enterrar.
(De: La pasión triste)